Sobre el tratamiento de los trastornos mentales graves de la infancia y la adolescencia (autismo, psicosis infantiles y trastornos generalizados del desarrollo)

Declaración del Presidente de SEPYPNA (Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente) en el XVIII Congreso Nacional de SEPYPNA, A Coruña, 20-22 octubre 2005.

  1. Cuando hablamos de autismo, Psicosis y TGD (trastornos generalizados del desarrollo), no hablamos de una enfermedad de causa, evolución y tratamiento únicos. Hablamos de trastornos con factores etiológicos múltiples, con evoluciones diversas, y por tanto con un pronóstico en muchos casos difícil de predecir con precisión. De una enfermedad psíquica (incluída y reconocida como tal en todas las clasificaciones de trastornos psiquiátricos), que afecta globalmente al desarrollo de la funciones psíquicas del niño, en particular a sus capacidades de relación y que, por desgracia y en nuestro estado actual de conocimientos, puede ser altamente invalidante en muchos casos.
  2. Son numerosos los expertos que utilizan, con matices, la expresión «no se cura nunca», que a veces deriva en una deducción errónea: «luego da igual que la tratemos o no». No sólo es un malentendido, es también una afirmación lamentable que no se sostiene científicamente, y que, lo que es aún más grave, puede generar una actitud (social, profesional, asistencial, ideológica) de pasividad y de negativismo, que finalmente se convierte, por dejación de responsabilidades terapéuticas, en agente co-causal que determina y confirma las peores predicciones.
  3. Además de que sería muy triste e insolidario que la medicina no asumiera el tratamiento de enfermedades incurables, (sin ir más lejos, el cáncer o el SIDA muestran que lo que es incurable deja progresivamente de serlo… en la medida en que se utilizan recursos de investigación y tratamiento), en lo que se refiere al autismo es algo unánimemente aceptado que el diagnóstico precoz y el tratamiento intensivo temprano, son un factor que incide muy significativamente en una evolución más favorable y menos invalidante en muchos casos. La coexistencia, o no, de afectaciones orgánicas cerebrales o de limitaciones sensoriales, que limitan sus capacidades de relación, y la calidad del medio familiar, (al que siempre conviene asesorar y ayudar psicológicamente) son otros dos factores que inciden significativamente en el pronóstico y evolución de la enfermedad.
  4. Que un niño con una enfermedad somática seria (neurológica, cardíaca, endocrinológica, u otras) necesita una atención escolar y pedagógica particular o especial no lo discute nadie. Sin embargo se entendería como ridículo que se adjudicara a la escuela la responsabilidad de su tratamiento médico. Pues bien, esto es lo que está ocurriendo con niños autistas y psicóticos. A partir de la idea, indiscutible, de que tienen derecho a integrarse en ella y a recibir atención complementaria para sus necesidades educativas especiales, se ha llegado a permitir un estado de hecho, por no decir de dejación de responsabilidades sanitarias, según el cual se entiende que es la escuela quien debe asumir la responsabilidad asistencial y la atención, prioritaria o exclusiva, de estos niños (y nos correponde decir que en muchos casos sin el imprescindible complemento de una dotación de medios terapéuticos, sanitarios, suficientes).
  5. Porque hay que decir también que existe hoy en día un amplio consenso entre expertos respecto a los requisitos del tratamiento que, para ser eficaz, debe iniciarse cuanto más temprano mejor y ser intensivo (varias horas de atención especializada diaria) pero no atosigante, continuado (evitando la multiplicación incesante de profesionales y la descoordinación y rupturas que originan), polivalente e integrado (reuniendo, si es posible en un mismo lugar o en programas coordinados, diferentes profesionales especializados: psiquiatras y psicólogos, con diferentes técnicas y niveles de intervención, enseñantes especializados en psicopedagogía, especialistas en lenguaje y psicomotricidad). Este enunciado ya apunta hacia dos de los problemas clave que origina: su coste (imposible de soportar sin inyección económica, de dinero «público», de partidas presupuestarias específicas) y su materialización en un lugar concreto (suele necesitar de colaboraciones «interdepartamentales» particularmente lentas y difíciles en el sector público).
  6. Vencer estas dificultades es tarea urgente. Porque que de no hacerlo se elevan los riesgos de una evolución más invalidante… que también tiene serios costes personales y familiares, humanos y económicos. A señalar que muchos países han superado estas dificultades y que existen, en Europa, centenares de experiencias de centros de día, unidades o lugares de tratamiento intensivo con diferentes modelos y denominaciones (más «sanitarios-hospitalarios» y/o más «escolares», públicos y privados, concertados o no) que garantizan una atención adecuada.
  7. Otra característica esencial del tratamiento de un niño autista es que debe ser personalizado. Es decir, planificado conforme a sus características personales de edad, nivel evolutivo, capacidades o discapacidades diversas, características del entorno familiar, posibilidades de integración escolar normalizada. Estas características cambian progresivamente y por ello la «dosificación» y composición de las diversas intervenciones terapéuticas también deberán hacerlo en un tratamiento correcto que, para serlo, exige re-evaluaciones constantes.
  8. Las múltiples opciones técnicas relativas a la distribución, intensidad y tipo de intervención, y el carácter variado del perfil y orientación de los profesionales, así como la diversidad de recursos de que disponen, hacen más que difícil sistematizar, ahora se dice protocolizar, «un solo método de tratamiento» que concilie la unanimidad de todos los profesionales. Es en mi opinión sesgado, y a veces interesado o malintencionado, concluir por ello que «no existe ningún tratamiento de eficacia demostrada». Y es también necesario introducir en la evaluación de un tratamiento tan difícil y costoso, sobre todo por parte de quien lo financia, la figura de un profesional, menos implicado que los terapeutas o los familiares, que pueda «arbitrar», es decir evaluar, la eficacia, la coherencia y la coordinación de las medidas e iniciativas propuestas.
  9. No se debería centrar el debate en cual es la técnica terapéutica que ha demostrado más eficacia terapéutica en términos globales. Todos los padres de niños con problemas graves en su desarrollo ansían, lógicamente, ver progresos rápidos en su evolución. Nadie puede reprocharles que busquen intervenciones rápidas y muy activas y que lo hagan con urgencia, porque es su derecho y su deber hacerlo. Es inevitable que busquen, con más o menos acierto, la asesoría de profesionales que, con entusiasmo más o menos justificado, les ofrezcan una rápida mejoría y una dedicación intensiva. Deberíamos evitar como profesionales contribuir a su desconcierto entrando en una competición, con descalificiones mutuas, sobre qué tratamientos (los nuestros) son más eficaces que otros (los de los demás). Sería una seria irresponsabilidad profesional y ética, sobre todo conociendo tanto lo que hoy se sabe como lo que no se sabe. Porque prevenir no es predecir desde la certeza de lo ya determinado. Es intervenir sabiendo que con ello pueden evitarse ciertos riesgos evolutivos que amenazan a estos niños. Y con más probabilidad cuanto menos y más tarde se haga.
  10. Tenemos la obligación profesional de opinar sobre quién debe asumir la realización y, en consecuencia también el pago, de un tratamiento intensivo que los recursos actuales de la salud mental ambulatoria pública no permiten asumir debidamente. Y creo que nuestra posición de colaboradores y responsables de ella a la vez nos permite y nos dificulta decirlo. Lo permite, porque conocemos nuestra situación asistencial. Lo dificulta porque también somos co-responsables, al menos en parte, de su desarrollo y de sus carencias. Nuestra sociedad, y con ella los responsables de nuestra sanidad pública, optaron por un modelo asistencial, que podemos o no compartir pero en el que debemos trabajar, consistente en confiar la atención intensiva de estos niños a la escuela (a través de una ley de Integración Escolar que desarrolló la dotación de recursos educativos especiales) y a las asociaciones de familiares de afectados (que tienen convenios de concertación con la sanidad pública). Nos corresponde decir si estas opciones cubren las necesidades terapéuticas que estos niños necesitan. No lo hacen y con ello se responsabiliza excesivamente a la escuela y a las familias, sobrecargándoles con responsabilidades que desbordan sus ya importantes tareas con estos niños.
  11. Personalmente, y colectivamente, hace ya muchos años que sostenemos que la oferta de lugares de tratamiento intensivo para estos niños es una necesidad asistencial a la que la sanidad pública (sola o acompañada por la Educación y los Servicios Sociales) debería responder. De hecho poco a poco van apareciendo por la geografía estatal, y en general tras largas negociaciones, esfuerzos y peripecias, contados centros de día u otros dispositivos de tratamiento intensivo. No es suficiente. Hasta ahora se limitan a la franja de edad superior a los 8-10 años o a los adolescentes. Por ahora otras prioridades han relegado la extensión de este tipo de recursos a niños más jóvenes (precisamente con los que son mejores los resultados terapéuticos). No podemos dejar de decir que nos gustaría que nuestra sociedad instara, y a la vez permitiera, a nuestros responsables sanitarios poder destinar a ello un mayor esfuerzo presupuestario. (que complemente los esfuerzos de la escuela y de los familiares).
  12. Posiblemente se piense que tratamos de instrumentalizar esta tribuna para lograr la obtención de recursos suplementarios en beneficio de nuestra actividad. Y así es. Y además nos parece legítimo porque, en varias ocasiones, hemos visto que cualquier presión de usuarios y de la sociedad en general sobre los responsables de nuestra política sanitaria les sensibiliza mucho más eficazmente que nuestros repetidos y documentados informes técnicos, infinitamente menos eficaces que un artículo de prensa, una interpelación parlamentaria o una intervención judicial. Seguramente esta dependencia de la presión social y de las prioridades que solicita, forma parte de nuestra condición de servidores públicos. En cualquier caso, debe quedar claro que somos muchos los psiquiatras y psicólogos clínicos de niños y adolescentes (creo representar el sentir de los 500 que componen nuestra sociedad) que, trabajando en servicios públicos, desearíamos que nos encomendaran más responsabilidades, y más recursos, para la atención terapéutica intensiva a los niños y adolescentes que sufren trastornos psíquicos graves (autistas y psicóticos-TGD). Porque pensamos que su calidad de vida futura, y la de sus familias, cambiará con ello. Y porque entendemos que es una seria responsabilidad social y sanitaria la atención prioritaria a niños y adolescentes afectados por dificultades psíquicas graves. Y también lo es sensibilizar a nuestra sociedad y a nuestra sanidad para que la incluya entre sus prestaciones sanitarias básicas y la desarrolle lo más generosamente que le sea posible.

Esperamos que las reflexiones y aportaciones de este congreso contribuyan a ello.

Dr. Alberto Lasa Zulueta.
Presidente de SEPYPNA (Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente)

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