Adela Abella
Psiquiatra Psicoanalista. Miembro de SEPYPNA. Servicio Médico-Pedagógico. Ginebra.

Ponencia presentada en el XXII Congreso Nacional de SEPYPNA que bajo el título “Nuevas formas de crianza: Su influencia en la psicopatología y la psicoterapia de niños y adolescentes” tuvo lugar en Bilbao del 22 al 24 de octubre de 2009. Reconocido como actividad de interés científico-sanitario por la Consejería de Sanidad y Consumo del Gobierno Vasco.

La relación entre las nuevas formas de crianza y la psicoterapia del adolescente, podría ser abordada desde varios puntos de vista. Una posibilidad sería, por ejemplo, la de considerar las consecuencias psicológicas de la transformación de los hábitos de crianza y preguntarnos si la psicoterapia de adolescentes puede contribuir, y en qué manera, a encontrar respuestas a esta cuestión.

Es un terreno resbaladizo. ¿Cómo diferenciar lo que resulta de los métodos de crianza de lo que proviene de la pulsionalidad propia del adolescente o de la interacción con unos padres dotados de una conflictualidad particular o, incluso, lo que deriva de otros fenómenos sociales como, por ejemplo, el progreso del individualismo, el debilitamiento de la familia nuclear y de la familia ampliada, la erosión de la autoridad o la influencia de los nuevos métodos de comunicación y de acceso a la información?

El problema es complejo. Sin embargo, la dificultad de fondo no reside fundamentalmente en la complejidad del problema. El verdadero origen de esta dificultad es más profundo y se sitúa a nivel de la naturaleza misma de la psicoterapia. Me refiero aquí al hecho de que la psicoterapia es un método de tratamiento de carácter específicamente individual. Su objetivo no es otro que la comprensión, y posible transformación, de la manera altamente personal en que un individuo en particular experimenta, organiza y maneja la interacción, en su mundo interno, entre todos estos elementos: su pulsionalidad, sus relaciones con las personas significativas de su entorno y las circunstancias sociales que le toca vivir. En consecuencia, no está claro que podamos esperar una compatibilidad entre el tipo de escucha que exige la psicoterapia y el que obedece a la intención de responder a preguntas de orden más general y que son ajenas a la naturaleza propia de la psicoterapia.

Pienso que el psicoanálisis puede y debe contribuir a la comprensión y la investigación de los efectos de los fenómenos sociales, aportando, por ejemplo, lo que se sabe sobre las mejores condiciones para el desarrollo de un niño, señalando riesgos, inquietudes e incertidumbres. Sin embargo, y ésta es la idea que voy a desarrollar, en el curso de une psicoterapia la escucha terapéutica necesita independizarse lo más posible de toda preocupación ajena a su objetivo así como de toda preconcepción, entre otras, aquellas que se refieren a los posibles efectos de las mutaciones sociales en curso.

En el fondo, es una cuestión de ética. Frente a un paciente adolescente, el objetivo central del terapeuta debe ser el de darse los medios para comprenderle lo mejor posible. Toda otra finalidad, por ejemplo la de interrogar las consecuencias de nuevas modalidades sociales, debe quedar al margen. La razón es la misma que nos impulsa a poner en suspenso otras motivaciones posibles, incluso aquellas muy legítimas de carácter terapéutico, como por ejemplo que un adolescente descarriado retome sus estudios, deje de drogarse o tenga un comportamiento aceptable para los padres. Podemos esperar que algunos de estos objetivos sean consecuencia de la psicoterapia, pero el tratamiento debe evitar ser parasitado por prioridades distintas de las que constituyen el trabajo específico de psicoterapia. En esta línea, también podemos esperar que la psicoterapia nos aporte pistas sobre diversas cuestiones teóricas y clínicas, pero a condición de que no hipotequen nuestra escucha.

¿Es esto posible? ¿Puede el terapeuta hacer abstracción de sus representaciones y sus reacciones emocionales ante fenómenos sociales en los que él mismo está inmerso? En efecto, los nuevos métodos de crianza no afectan solo al niño o al adolescente. Afectan también a los padres y a los terapeutas. En lo que respecta a los primeros, se han señalado las consecuencias de las modificaciones sociales sobre la construcción de la función parental y de la identidad parental. Los padres y las madres de hoy día se enfrentan a realidades, expectativas y exigencias que difieren, a veces de manera espectacular, de aquellas vigentes en su infancia. No es raro que de aquí deriven conflictos identificatorios de diversa intensidad. En el mejor de los casos estos conflictos pueden favorecer el desarrollo de una parentalidad asumida de manera más personal y responsable. Pero también pueden contribuir a desorientar y debilitar la capacidad de escucha y de respuesta de un padre o de una madre frente a su hijo adolescente.
Algo parecido ocurre con el terapeuta. Parece inevitable que, al contacto con su paciente adolescente, el terapeuta reviva los conflictos identificatorios que le son propios y que tienen relación, al menos en parte, con las circunstancias sociales que conciernen a ambos. De ahí la posibilidad de movimientos defensivos inconscientes que pueden poner en peligro la terapia. En consecuencia, el terapeuta necesita estar atento a la manera en que sus representaciones, sus inquietudes y sus prejuicios alteran, deforman o agudizan su capacidad de comprensión.

Este es un segundo nivel en que puede considerarse la relación entre métodos de crianza y psicoterapia: el de la influencia sobre la contratransferencia de las representaciones que los terapeutas tienen sobre las consecuencias de dichos métodos. Es éste el aspecto en el que me voy a centrar, y que intentaré ilustrar a través de algunos problemas planteados por la psicoterapia de un adolescente.

UN CASO CLÍNICO

Luis vino a consultarme a los 18 años por iniciativa propia. Unos dos años antes había abandonado sus estudios y se había marchado de casa. Desde entonces vivía de pequeños trabajos: el último de ellos en un quiosco de periódicos, lo que le obligaba a levantarse cada día a las 5 h. de la mañana.
Atribuía sus dificultades a sus padres, una pareja de profesores que, según Luis, tenían dos prioridades en la vida. La primera, su carrera. La segunda, la reparación de una antigua granja, acometida con tal pasión que acaparaba el poco tiempo libre de ambos padres.

Luis nació dos meses antes del término previsto al embarazo y pasó seis semanas en incubadora. Entre su hermano, 4 años mayor, y el nacimiento de Luis la madre había perdido dos niños en período avanzado del embarazo. Luis pensaba que, por todas estas razones, a sus padres les había sido difícil investirle. Las filles-au-pair se sucedían al ritmo de una por año y asumían en gran parte el cuidado de los niños, Luis describía a sus padres como distantes, rígidos y controladores.

Mi paciente recordaba haber sufrido de unos celos terribles de su hermano mayor. Incapaz de aceptar la superioridad de este último, se refugiaba en fantasmas omnipotentes y destructores: se veía como un pirata que arrasaba la ciudad y de quien padres y hermano esperaban piedad. En otros momentos imaginaba ser un genio descubierto tras largos años de indiferencia familiar y saboreaba variadas y sutiles venganzas.

A pesar de ser un niño inteligente, su comportamiento en el colegio había sido de desobediencia y provocación sistemática. Hubo que cambiarle varias veces de colegio, pasó largas temporadas en internados especializados y fue atendido por 4 ó 5 psicólogos y psiquiatras. Según Luis, algunos de ellos habían sido simpáticos, sin más.

Hacia el momento en que abandonó los estudios y se marchó de casa, Luis conoció a un chico unos 10 años mayor que él, con el que desarrolló una estrecha amistad. Compartían el amor por el boxeo, la militancia en una organización de extrema derecha e interminables discusiones sobre el sentido de la vida. No estaba muy clara la razón del fin de esta amistad pero, en cualquier caso, a partir de la ruptura Luis empezó a sufrir accesos de una angustia tan intolerable que sólo un dolor físico agudo o la vista de su sangre lograba calmar. Sus brazos estaban llenos de cortes y quemaduras de cigarrillos. Las ideas de suicidio habían sido y seguían siendo frecuentes, pero su tonalidad me parecía más histérica que melancólica.

Al mismo tiempo, Luis tenía una novia y antiguos amigos que seguían sus estudios. Además, hacía prueba por momentos de una gran sensibilidad: en contraste con sus aires de matón, su gran pasión era la poesía que leía y escribía.

Al final de la primera entrevista Luis confesó dos cosas: la primera, que se daba cuenta de que estaba en un “agujero”; la segunda, que estaba decidido a salir de él. Y al principio de la segunda entrevista añadió una tercera: que, de todos los psiquiatras que había conocido, yo era aquella con la que mejor se había entendido, la única que le había comprendido realmente y que estaba seguro de que conmigo la psicoterapia iba a funcionar.

En resumen, se podría decir que Luis llegó a la terapia con un proyecto en gran parte inconsciente pero muy construido. Este proyecto constaba de tres elementos: el primero, la necesidad urgente de cambiar y la decisión firme de conseguirlo; el segundo, una teoría sobre el origen de sus males: sus padres; y el tercero, una intuición sobre la vía a seguir: la relación con una terapeuta idealizada, una especie de madre o padre perfecto a quien Luis había otorgado de entrada un poder salvador.

Estos tres elementos tenían dos particularidades: por un lado, el ser armas de doble filo, por otro, el solicitar fuertemente la contra-transferencia del terapeuta. Digo armas de doble filo porque, si bien alimentaban la motivación de Luis para acometer un trabajo sobre sí mismo y darse la posibilidad de cambiar, al mismo tiempo contenían en potencia importantes riesgos de idealización y de clivaje: “los malos son mis padres, la buena mi terapeuta”. Idealización y clivaje que, a nivel interno, podían llevarle a idealizar ciertos aspectos de sí mismo y a desconocer y rechazar otros. En otras palabras, lo grave no era que Luis idealizara al terapeuta, lo grave era que pudiera idealizar ciertos aspectos de sí mismo, aquellos identificados y depositados transitoriamente en el terapeuta, y rechazar otros aspectos de sí mismo, aquellos evacuados en sus padres y de los que tenía tanta necesidad, aunque no se diera cuenta, como de los primeros. Lo que podría ser resumido a través de la siguiente fórmula: “dado que los malos son mis padres y la buena mi terapeuta, en la medida en que yo me alíe a mi terapeuta, yo seré también totalmente bueno”. Por otra parte, los riesgos para la terapia eran tanto más importantes cuanto que el terapeuta podía sentirse tentado por las propuestas narcisistas y reparadoras implícitas en tal proyecto terapéutico. Veamos todo esto un poco más en detalle.

MODELOS DE FUNCIONAMIENTO PSÍQUICO

La manera como concebimos el proceso de una psicoterapia depende de nuestro modelo, explícito o implícito, sobre el desarrollo mental. Hay una interdependencia entre la forma en que pensamos que un individuo enferma y la forma en que pensamos que puede curar.

Aquí voy a necesitar hacer un pequeño rodeo teórico. Para poder comprender el modelo de desarrollo y de cambio psíquico propuesto por Freud es necesario insertarlo en el contexto cultural y científico de su época (1,2). El clima intelectual que presidió el nacimiento del psicoanálisis obedecía a los ideales positivistas de la época, es decir a la aspiración a construir todo conocimiento sobre bases objetivas y científicas, a semejanza de las ciencias naturales. En consecuencia, Freud adoptó el paradigma hidráulico preponderante en tal momento, paradigma que intenta describir el comportamiento de un fluido al interior de un sistema cerrado en términos de fuerzas y de contra-fuerzas en oposición, y cuya finalidad última es la de mantener el equilibrio del sistema.

Así, Freud construyó la hipótesis de una fuerza pulsional, la líbido, que busca la satisfacción y ejerce, en consecuencia, una presión sobre el psiquismo. Esta presión se ve frenada por fuerzas de signo contrario que se le oponen. Dichas fuerzas contrapuestas tienen un doble origen: por un lado, están las frustraciones y límites impuestos por la realidad externa; por otro lado, las prohibiciones resultantes de la conciencia moral, de lo que más tarde Freud llamaría el Superyo. Así, en este primer modelo freudiano, se distinguen dos casos de figura. En el primero, de inspiración más fisiológica, hay un estancamiento de la libido que se transforma directamente en angustia: esto da origen, pensaba Freud, a las neurosis actuales. En el segundo caso, ya claramente de naturaleza psicológica, se crea un conflicto interno, cuyo resultado es la aparición de defensas y de síntomas. Es lo que ocurre con lo que Freud llamó las psiconeurosis: en este segundo caso, los síntomas son considerados como formaciones de compromiso entre la pulsión y las prohibiciones superyoicas.

Este primer modelo, elaborado inicialmente por Freud a propósito de la histeria, gozaba de la simplicidad, la elegancia y la manejabilidad necesarias para permitir la exploración de numerosos fenómenos de la vida mental. Así, pudo ser aplicado a las otras neurosis, a los sueños, a los actos fallidos y los lapsus, a la religión y los mitos, a la actividad cultural y artística, etc. De una manera resumida, puede decirse que todas estas producciones del espíritu humano podían ser investigadas según el mismo prisma que los síntomas histéricos, en tanto que compromisos entre fuerzas opuestas.

El resultado fue un inmenso desarrollo teórico que originó una complicación creciente del modelo. La teoría traumática inicial fue remplazada por la idea de la importancia central del fantasma –idea que es considerada como el acto fundador del psicoanálisis–. Freud se aplicó a elaborar una topografía del aparato mental: en un primer momento, concibió una doble localización, consciente e inconsciente, ambos dotados de modalidades de funcionamiento específicas. Más tarde, Freud propuso una triple diferenciación: el Yo, especie de agente encargado de regular las relaciones entre los diferentes aspectos del mundo interno y entre éste y el exterior; el Ello, entendido como una reserva pulsional y el Superyo en tanto que representante de los valores sociales y morales. El problema de las pulsiones se reveló particularmente complicado. Freud propuso inicialmente la distinción entre pulsiones sexuales y pulsiones de autoconservación, y más tarde, entre pulsión de vida y pulsión de muerte. Se describieron varios tipos de angustia: de castración, de separación, así como la noción importante de angustia señal – especie de advertencia al psiquismo de la existencia de un peligro potencial. La represión dejó pronto de ser el único mecanismo de defensa responsable del equilibrio del sistema y se identificaron otros mecanismos importantes: algunos dotados de una capacidad de enriquecimiento personal y de inserción social como la sublimación; otros asociados a la formación del carácter como la formación reactiva; otros, finalmente, ligados a funcionamientos psíquicos más patológicos, como el clivaje. La introducción del concepto de narcisismo añadió un grado superior de complejidad al sistema, al señalar la importancia de la construcción y el mantenimiento de la imagen de sí mismo y de la auto-estima.

Sin embargo, y esto es importante, todos estos desarrollos teóricos tenían por marco el modelo hidráulico de un sistema cerrado que puede ser comprendido en sí mismo, de tal forma que la referencia al exterior adquiere un valor secundario. Lo que estoy diciendo no es que Freud ignorara la intervención del exterior. Lo que intento señalar es la manera como Freud comprendía la intervención del entorno. En este primer modelo de inspiración hidráulica, el exterior interviene fundamentalmente en tanto que fuente de suministro de gratificaciones o de frustraciones ante las cuales el aparato mental funciona prácticamente en circuito cerrado. En consecuencia, las características propias del objeto que satisface o que frustra no tienen ninguna pertinencia son. Los fantasmas, las pulsiones, las modalidades relacionales propuestas por el objeto no son consideradas como un elemento constituyente del mundo interno del sujeto. Es lo que se ha llamado una “psicología de una persona”.

Dicho de otra manera, según el primer modelo freudiano, si un bebé tiene hambre, lo importante es saber si va a ser alimentado; si tiene miedo, lo crucial será saber si podrá ser calmado. Este modelo no interroga los fantasmas o los sentimientos que animan a la madre cuando se ocupa de su bebé, cuando lo alimenta o lo calma, o cuando no lo alimenta y no lo calma.. Y sin embargo, sus fantasmas y sentimientos coloran necesariamente las respuestas maternas de una manera particular. Más aún, hoy en día se considera que la naturaleza de las propuestas relacionales maternas tiene una importancia fundamental. El bebé no es sensible únicamente a la satisfacción de sus necesidades. Por el contrario, pensamos que el bebé percibe finamente y reacciona a la calidad de las modalidades relacionales en las que se ve inmerso y que él mismo contribuye activamente a crear. Es decir que los bucles relacionales creados entre lo que el bebé emite, la respuesta que la madre le devuelve y la manera en que esta respuesta es recibida, transformada y renviada, estos bucles actúan a la vez como reveladores y como organizadores del mundo interno de cada uno de los participantes en la relación. Esto se aplica evidentemente también al niño, al adolescente y al adulto, la diferencia residiendo en una sensibilidad relativa diferente según los individuos y los periodos.

Este cambio de paradigma –de un sistema cerrado a un sistema abierto e interactivo ha sido de hecho el resultado de la acumulación de desarrollos parciales que han intervenido progresivamente. Dos líneas de pensamiento han tenido una importancia decisiva. La primera concierne la cuestión de la relación del sujeto con su medio. La segunda es de orden cronológico y se refiere a los periodos estimados como determinantes para el desarrollo del individuo.

Muy brevemente resumido, la primera de estas líneas de pensamiento concierne la relación del individuo con su medio. Un aspecto fundamental del primer modelo freudiano residía en la hipótesis de una primera fase en el desarrollo, de carácter muy particular, llamada “narcisismo primario”. En esta fase, se suponía que el bebé estaba enteramente centrado en sí mismo, su objetivo fundamental siendo la satisfacción de sus necesidades. Se concebía esta hipotética fase de narcisismo primario como un estado ideal e ilusorio de completa satisfacción y autarquía que reposaba sobre una actitud, del bebé, caracterizada por la indiferencia hacia el exterior y por el rechazo de todo aquello susceptible de perturbar su equilibrio interno. En resumen, el exterior contaba para el bebé únicamente en tanto que suministro de satisfacciones, el resto no le interesaba en absoluto.

En lo que concierne a la segunda de estas dos líneas de pensamiento, la cuestión cronológica, Freud exploró en particular el periodo, relativamente tardío, en el que se elabora el complejo de Edipo. Es ésta una noción de importancia fundamental que conserva actualmente el carácter central que le atribuyó Freud en su día. Seguimos considerando que, a través del Edipo, el niño aprende a gestionar los sentimientos de rivalidad y de exclusión, construye un sistema de identificaciones y se apropia los valores sociales que le permiten entrar a formar parte de la sociedad de los humanos.

Sin embargo, ya en vida de Freud se inició una complicación creciente del modelo. Autores como Ferenczi o Melanie Klein o, más tarde, Winnicott o Bion contribuyeron à la elaboración de una nueva visión del desarrollo del individuo que se alejaba de Freud en las dos direcciones de las que vengo de hablar. Por una parte, el nuevo paradigma insiste en la imposibilidad de comprender el desarrollo del individuo independientemente de sus relaciones de objeto. Utilizo aquí la palabra “objeto” en un sentido amplio: objeto es todo aquello que es considerado exterior al sujeto, diferente y otro que él mismo y que puede movilizar su interés, en un sentido positivo o negativo. Por otra parte, desde el punto de vista cronológico, en esta concepción, el acento recae en la precocidad de los periodos sensibles del desarrollo. Es como si el modelo diera un doble salto hacia atrás, hacia el “antes”. En primer lugar, en términos temporales: la relación con los objetos primarios, con la madre o sus sustitutos, adquiere una importancia central. En segundo lugar, en términos formales: lo importante no son solamente los acontecimientos relativamente tardíos de los que cabe guardar un recuerdo verbal. Es preciso interesarse por lo más primitivo y arcaico, por lo pre-verbal.

De una manera más precisa, según esta segunda concepción, el bebé, lejos de vivir encerrado en sí mismo, se orienta hacia los objetos desde el principio de su existencia. En consecuencia, el bebé no puede ser comprendido fuera de la trama compleja de relaciones de objeto que le rodean y que él contribuye a crear y desarrollar de una manera extraordinariamente activa. Ya no estamos en una “psicología de una persona” sino en una “psicología de dos personas”, interactiva y relacional. El paradigma hidráulico se muestra insuficiente; los psicoanalistas de hoy día se ven forzados a recurrir a las “nuevas metáforas” proporcionadas por la ciencia contemporánea, en particular la teoría de las catástrofes, el concepto de autoorganización y la teoría del caos (3).

Hay que señalar que esta concepción psicoanalítica del desarrollo comprendido en términos de una implicación extraordinariamente temprana del bebé en una trama compleja de relaciones de objeto, ha anticipado de hecho ciertos descubrimientos de la psicología experimental contemporánea. En efecto, hoy en día se admite que el bebé llega al mundo dotado de una serie de competencias innatas complejas que le permiten, desde el inicio de la vida, entrar en contacto con su medio, comunicar con él e influenciarlo activamente. Lejos de vivir encerrado en un cascarón autárquico, el niño busca y disfruta de aprender y de descubrir que es un agente activo en las interacciones. En consecuencia, la noción de narcisismo primario, íntimamente ligada a las concepciones neurofisiológicas de la época de Freud, pierde gran parte de su valor explicativo y heurístico (4).

CONSECUENCIAS

¿Qué tiene todo esto que ver con la psicoterapia del adolescente y la evolución en los métodos de crianza? Una primera consecuencia es la necesidad de considerar no sólo lo que podríamos llamar aspectos externos, logísticos, de los métodos de crianza: ¿quién hace qué y cuándo? sino las implicaciones fantasmáticas y emocionales de lo que se hace y de lo que no se hace, de quién lo hace y de cómo se hace. La segunda consecuencia importante, de la cual me voy a ocupar con preferencia, concierne la contratransferencia del psicoterapeuta.

Señalé al principio la interdependencia entre nuestra comprensión de la manera en que concebimos cómo un individuo puede enfermar y la manera en que pensamos que se puede curar. Esto nos obliga a considerar nuestros modelos explícitos e implícitos de proceso terapéutico. Dicho de una manera muy resumida, en el contexto del modelo hidráulico que hemos descrito, Freud consideró en un principio la neurosis como resultado de la represión de experiencias traumáticas infantiles de seducción sexual. En consecuencia, el objetivo de la cura no podía ser otro que la rememoración la más completa de las experiencias traumáticas reprimidas. Sin embargo, con el tiempo, Freud tuvo que renunciar a esta ilusión inicial. Así, paulatinamente Freud llego a la conclusión de que la rememoración completa es imposible y esto en razón de dos impedimentos mayores. Por un lado, tuvo que rendirse a la evidencia de que frecuentemente los recuerdos de un paciente no son otra cosa que el producto de sus fantasmas. Por otro lado, las experiencias muy precoces no son inscritas en tanto que recuerdos de carácter verbal, de donde deriva la imposibilidad de su rememoración bajo la forma de recuerdos verbales.

Freud se encontró así en un callejón sin salida. Según el modelo de la neurosis que había construido, la solución reside en la rememoración. Sin embargo, la rememoración es imposible. La salida de este dilema vino del descubrimiento del valor de la transferencia: lo que el sujeto no puede recordar, lo reproduce en su relación con el analista (5). Dicho en palabras de Freud: “lo reproduce no en tanto que memoria, sino en tanto que acto”. Freud da varios ejemplos: el paciente no se acuerda de haber desafiado y criticado a sus padres, pero actúa de esta forma con su analista. No recuerda el doloroso fracaso de su curiosidad infantil pero se queja de no lograr nunca nada en la vida. No recuerda haberse avergonzado de ciertas actividades sexuales infantiles, pero esconde cuidadosamente a su entorno el hecho de que está en análisis.

De esta forma, Freud encontró solución al problema técnico encontrado: lo que no puede ser rememorado será deducido, “reconstruido” a partir de la transferencia. ¿Y cuál será la actitud del analista que mejor puede facilitar esta reconstrucción? La respuesta de Freud es clara, el analista debe comportarse como un espejo capaz de reflejar la transferencia del paciente de la manera más exacta y más libre de contaminación posible. Consecuentemente el analista debe controlar su contratransferencia, dejar de lado sus propios sentimientos y fantasmas, con el fin de no deformar la imagen proyectada por el paciente. Esta concepción es solidaria del paradigma hidráulico, el sistema puede y debe ser entendido en sí mismo, la referencia al exterior debe mantenerse lo más discreta posible.

Con el paradigma más actual, que resalta la imposibilidad de comprender el desarrollo del sujeto fuera de la consideración de sus relaciones de objeto, el valor atribuido a la contratransferencia cambia de manera importante. Pensamos ahora que el analista y el psicoterapeuta no pueden funcionar como un espejo que devuelve con completa neutralidad lo que se ha proyectado en él. Por el contrario, damos por descontado que el terapeuta reaccionará a lo que le envía su paciente con un entramado complejo de emociones y fantasmas, en gran parte inconscientes. Más aún, consideramos que estas emociones y fantasmas contienen un valor informativo de importancia fundamental. Dicho en otras palabras, no es sólo que suponemos de antemano que un terapeuta no puede mantenerse insensible a su paciente, es que, si esto fuera posible, supondría una perdida gravísima para el tratamiento.

Sin embargo, y esto es fundamental, sentir no implica actuar. El terapeuta debe aplicar el doble precepto freudiano: atención flotante, neutralidad benevolente no sólo a lo que viene del paciente sino a lo que surge en sí mismo. En ambos casos el objetivo es el mismo, ampliar la escucha al máximo, dejar la puerta abierta a toda posibilidad nueva, no juzgar de antemano. Hay una idea propuesta por Bion y desarrollada posteriormente por la escuela post-kleiniana inglesa, en particular por Betty Joseph, Feldman, Steiner y Britton, que me parece particularmente útil en este contexto. Se trata de la idea que el paciente no sólo va a revivir con su analista aquello que no puede rememorar, sino que empujará inconscientemente a su analista a adoptar ciertos roles coherentes con sus paradigmas relacionales inconscientes.

Es decir, retomando el ejemplo de Freud, el paciente que no recuerda haber desafiado en su infancia no sólo se va a mostrar desafiante hacia su terapeuta sino que empujará inconscientemente a este último a actuar de una manera particular frente a su desafío. No es suficiente comprobar que el paciente desafía. Hay muchas maneras de desafiar, y sobre todo, hay muchos objetivos diferentes que podemos perseguir cuando desafiamos. El hic de la cuestión es que el mejor revelador de la naturaleza profunda del fantasma del paciente es precisamente la respuesta contratransferencial del terapeuta, a condición desde luego de que la sienta, la piense y no la actúe.

Así, frente a un paciente retador, podemos reaccionar, por ejemplo, con una actitud de reto, de retorsión o de sumisión masoquista, de indiferencia, de desprecio o, al contrario, de más o menos disimulada admiración. Nuestra visión actual de la contratransferencia se aleja de la de Freud en el hecho de que hoy día consideramos que estas reacciones emocionales del terapeuta no suponen una pérdida en su función de espejo sino que, por el contrario, permiten acceder a aspectos fundamentales del fantasma inconsciente del paciente, aspectos que de otra manera se perderían (6). En otras palabras, la comprensión detallada de la experiencia emocional del paciente deriva no sólo de lo que el paciente nos dice sino de los aspectos más arcaicos, con frecuencia preverbales, vehiculados por los roles que paciente y terapeuta se ven obligados a adoptar.
Volviendo a mi paciente. Es difícil saber qué hizo que Luis se decidiera a consultar en el momento preciso en que lo hizo. De una manera o de otra, se rompió en ese momento el equilibrio defensivo que le había permitido ir tirando hasta entonces. Entiendo por equilibrio defensivo la negociación, por parte de cada individuo, entre las necesidades pulsionales y narcisistas, por un lado, y las exigencias provenientes tanto de su superyo como de la realidad externa.

En un momento dado Luis necesitó construir un nuevo equilibrio defensivo y vino a la terapia con ese objetivo. Hay una pregunta que me parece importante. Cuando una persona consulta a un psicoterapeuta, ¿por qué lo hace?, ¿es porque quiere cambiar? En realidad pienso que no. En realidad, en una situación de conflicto y de crisis, lo que de verdad querríamos es que cambiasen los otros, que cambiase el mundo para adaptarse mejor a nuestras necesidades. Y con frecuencia es únicamente cuando comprobamos finalmente que el mundo no va a cambiar, que nos resignamos a intentar cambiar nosotros. Pero cambiar es un trabajo costoso y doloroso, de manera que, inevitablemente, intentamos construir una situación más tolerable pero con el menos gasto posible. Es decir, cambiar porque no hay otro remedio pero cambiar lo mínimo.

En el contexto de una psicoterapia, esta búsqueda de un cambo mínimo conduce inevitablemente a intentar utilizar al terapeuta, inconscientemente, de una manera que podríamos llamar ortopédica. Es decir, intentaremos utilizar la terapia no tanto para transformarnos como para obtener los complementos y las gratificaciones que necesitamos. Así, si nos sentimos solos, esperaremos que el terapeuta esté ahí para acompañarnos; si sufrimos de falta de amor o de autoestima o de masoquismo, imaginaremos que el terapeuta es todo bondad o que nos admira o que nos castiga. Y empujaremos necesariamente al terapeuta, de manera inconsciente pero con frecuencia con gran habilidad, en la dirección deseada.

Retomemos les tres elementos de lo que podríamos llamar el plan de salvamento de urgencia que trae Luis a la terapia. Su fuerte motivación y su declaración de ilimitada confianza: “usted es la psiquiatra que mejor me ha entendido nunca, con usted la terapia va a funcionar”, no pueden dejar insensible al terapeuta. Podemos suponer en Luis una intencionalidad seductora inconsciente, cuyo objetivo es ganarse la alianza del terapeuta al tiempo que le señala el papel que se le atribuye en dicho plan de salvamento: el de un personaje ideal y salvador. Esta idealización era seguramente necesaria a Luis para mantener su motivación en un primer momento, pero no estaba desprovista de riesgos. Riesgos para Luis y riesgos para el terapeuta, riesgos para la terapia. Me parece, en efecto, que, para un terapeuta dotado de las habituales e humanas necesidades narcisistas y reparadoras, en gran parte inconscientes, es éste un tipo de tentación particularmente difícil de resistir. Ser el mejor terapeuta, el único que ha comprendido a un adolescente con serios problemas, el que le va a salvar. Y es precisamente el hecho de percibir en sí mismo la tentación narcisista de querer creerse el “mejor psiquiatra” lo que permite al terapeuta identificar más finamente el aspecto de su mundo interno que Luis esta actuando en el momento presente. En otros términos, están, por un lado, las palabras de Luis, pero las palabras pueden esconder motivaciones diversas. ¿Cómo orientarse entre las diversas posibilidades? La experiencia emocional del terapeuta es precisamente lo que le ayuda a precisar, entre los varios contenidos posibles, aquel que parece más probable.

Por otro lado, escuchando la declaración de total confianza de Luis, me vino a la mente la imagen del amigo boxeador y el viejo refrán: “Cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar”. Era como si Luis me estuviera advirtiendo inconscientemente, recordándome el carácter frágil y efímero de la mayor parte de las idealizaciones. O mejor dicho el fracaso inevitable de tan tentadoras ilusiones de salvación.

Otro elemento importante de la declaración programática de Luis es su teoría “traumática”: la culpa es de los padres, que no le han querido suficientemente, que no se han ocupado de él como debían. Este tipo de acusaciones a los padres es frecuente, trans-cultural y trans-temporal. Ya en 1932, en las Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis, (7) Freud había señalado el carácter universal del fantasma de haber sido injustamente tratado por la madre. Analizando el rencor hacia la madre y las reivindicaciones despertadas en la niña por el destete, y tras reconocer la posibilidad de elementos de realidad, Freud concluye: “Pero cualquiera que hayan sido las circunstancias reales, es imposible que el reproche de la niña sea justificado tan frecuentemente como lo hallamos. Parece más bien que el ansia de la niña por su primer alimento es, en general, inagotable, y que el dolor que le causa la pérdida del seno materno no se apacigua jamás. No me sorprendería que el análisis de un primitivo, amamantado hasta una época en que ya sabía hablar y corretear, extrajera a la luz el mismo reproche… La exigencia de cariño del sujeto infantil es desmesurada: demanda exclusividad y no tolera compartirlo.”

Como lo señala Freud, en el caso de Luis hay ciertamente elementos reales: sus padres han estado muy ocupados, a nivel logístico por sus carreras y sus diversas actividades, a un nivel más profundo probablemente por los duelos de dos niños muertos y de un nacimiento prematuro; las filles-au-pair se han sucedido al ritmo de una por año. Pero están también los elementos emocionales y fantasmáticos, tanto aquellos pertenecientes al mundo interno de los padres como los que nos interesan más particularmente en el contexto de esta psicoterapia: las emociones y fantasmas de Luis, su pulsionalidad, la manera como ha gestionado tanto su realidad externa como las exigencias inagotables y desmesuradas de cariño que Freud describe en cada niño.

Y finalmente están también, en lo que concierne a la psicoterapia, los conflictos y las identificaciones inconscientes del terapeuta: la manera como él mismo ha gestionado sus propias exigencias desmesuradas, la manera como siente haber reaccionado a las demandas de sus propios hijos, la manera como hubiera querido haber podido gestionarlas y finalmente su reacción ante las demandas inagotables del paciente que tiene en ese momento delante.

Aquí es donde puede intervenir el efecto desestabilizador de condiciones sociales en mutación, que privan al individuo de puntos de referencia establecidos. Con frecuencia, los métodos de crianza vigentes en la infancia del terapeuta difieren grandemente de los que ha proporcionado a sus hijos y aún más de los que ve utilizar a sus pacientes. Pueden reanimarse en el terapeuta conflictos y duelos narcisistas mal resueltos: lo que ha vivido de niño y lo que le hubiera gustado vivir; lo que ha sido y lo que le hubiera gustado ser; lo que es y lo que quisiera poder ser.

En una tal situación de tormenta interna, las comunicaciones del paciente pueden convertirse en la gota que desborda el vaso contratransferencial y el terapeuta puede caer en dos escollos opuestos: por un lado, el de compartir implícitamente con su paciente la condena de los padres; por el otro, a la inversa, el de justificarlos y no poder prestar suficiente atención a lo que el paciente ha vivido. En ambos casos el terapeuta entra en colusión inconsciente con aspectos del mundo interno del paciente y corre el riesgo de reforzar los clivajes. Por ejemplo, alimentando el fantasma: “los padres de este chico son deficientes y él es una pobre víctima. Yo por el contrario soy mejor padre y mejor terapeuta”, o bien, en el extremo opuesto: “pobres padres que este chico acusa probablemente de forma exagerada, de la misma manera que yo puedo ser injustamente acusado en tanto que padre o en tanto que terapeuta”.

Se podría decir que todo esto es lo propio de la psicoterapia en todas las edades, no sólo en la adolescencia. Probablemente sea cierto. Quizá el elemento que agudiza el conflicto contratransferencial en las terapias de adolescentes sea el temor al paso al acto. Por otro lado, en el caso particular de Luis, es probable que la presión resentida por el terapeuta, presión a sentir, a identificarse y a actuar, aumentara como consecuencia de la fuerte idealización. Era como si el chico me hubiera transmitido varios mensajes implícitos y urgentes. El primero: “necesito idealizarte”, el segundo “si no compartes mi versión sobre mis padres no podré idealizarte”, y el tercero “si me fallas, si no te puedo idealizar y fracasa esta terapia, no me quedará más solución que el suicidio”.

En los casos extremos, frente a modalidades de crianza que nos resultan particularmente chocantes, el terapeuta puede sufrir una especie de parálisis traumática del pensamiento de carácter defensivo. Se ve entonces tan sumergido por sus emociones y sus fantasmas que el aspecto chocante se convierte en la lente permanente a través de la cual considera al paciente, con el resultado de focalizar y reducir su escucha. Así, puede ocurrir que durante un cierto tiempo, el adolescente sea visto bajo el prisma único, o predominante, del “niño que pasó seis semanas en la incubadora”, o “el niño que cambiaba de fille-au-pair cada año” y que todo lo que el paciente cuenta sea visto bajo este prisma. El terapeuta evita así el esfuerzo, a veces importante, de mantenerse en contacto con aspectos contradictorios de la realidad y puede caer en la tentación de refugiarse en certitudes tranquilizadoras pero esterilizantes. Frente a la complejidad de la realidad, el terapeuta puede privilegiar una causalidad única, como Luis hacía al atribuir todos sus problemas a sus padres.

Para terminar, dos palabras sobre la evolución de la terapia. Vi a Luis durante dos años a razón de una vez por semana. No faltó nunca a una sesión. Quizá lo más impresionante, y lo más gratificante del trabajo con él fue su curiosidad por su mundo interno y la profunda satisfacción de irse conociendo poco a poco y de ir viendo el mundo diferentemente. Con el avance de la terapia, Luis comenzó a traer recuerdos de los padres de un signo muy diferente a los iniciales. Por ejemplo, recordó las baldosas que había instalado con su padre en la granja, la satisfacción del trabajo bien hecho y el orgullo de su padre por la habilidad de su hijo. Al final de la terapia, Luis “recuperó” un recuerdo “olvidado” o, mejor dicho, un recuerdo que se había mantenido inerte por incompatibilidad con su equilibrio defensivo inicial. Su padre también había abandonado los estudios a la misma edad que él, se había puesto a trabajar y los había retomado más tarde con la ayuda, y bajo la impulsión, de un tío paterno particularmente comprensivo. Es lo que acabó por hacer él mismo. Escogió derecho.

Del último mes de la terapia, recuerdo dos cosas. La primera, un acto fallido: se olvidó por primerísima vez de una sesión, le recordé que debía pagarla. Su reacción fue de sorpresa, de desilusión y de cólera. Descubrió allí que yo no era tan idealmente comprensiva como su tío paterno, pero pudimos hablarlo tranquilamente y siguió viniendo a las sesiones. Tomé este acto fallido como una materialización del necesario trabajo de des-idealización. Luis podía ahora arriesgarse a faltar a una sesión y a descubrir que yo no era la soñada terapeuta toda comprensión y amor. Y que él tampoco, en su relación conmigo, era todo bondad.

La segunda cosa que recuerdo, fueron ciertas reflexiones sobre la ausencia de sus padres durante la infancia. Un día Luis me dijo: “Es curioso, ya no lo veo tan claro, es como si ya no tuviera tanta importancia”. Pensé que una cierta transformación de sus fantasmas inconscientes le había permitido una visión nueva del pasado, de manera que los recuerdos podían adquirir sentidos nuevos y valores diferentes. Esto me hace pensar en una cita que debo a Juan Manzano. Ha sido atribuida a varios autores, entre ellos Guillermo de Ockham, y dice: “Para todo problema complejo hay una solución simple: es falsa”. Lo que, aplicado a la psicoterapia del adolescente y a los nuevos métodos de crianza, me hace pensar en la complejidad de la vida, la incertidumbre de nuestros modelos teóricos y la capacidad de los niños, de los adolescentes, de los adultos, e incluso de los psicoterapeutas, de sobrevivir a los cambios y de integrarlos.

BIBLIOGRAFÍA

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