Psychoanalysts’ interventions in child psychoanalysis

Este trabajo ha sido publicado en una versión anterior en Cuestiones de Infancia No 4. (1999). Ha sido modificado y corregido para esta publicación.

Beatriz Janin
Psicóloga Psicoanalista, Directora de las Carreras de Especialización de Psicoanálisis con Niños y con Adolescentes de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (en convenio con la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires), Directora de la revista “Cuestiones de Infancia” y Profesora de posgrado en diferentes universidades.

RESUMEN

A lo largo de este artículo se desarrollan las diferentes modalidades de intervención del psicoanalista en el trabajo con niños partiendo de la premisa de que se opera sobre un sujeto en estructuración. Se describen los diferentes lenguajes que los niños emplean y se exponen tanto las diversas formas que toma la consulta como los modos del trabajo psicoanalítico con los niños y sus padres. Se hace una distinción entre interpretaciones e intervenciones estructurantes.

ABSTRACT

The different manners of intervention which the psychoanalist may use when working with children are discussed throughout this paper, under the premise that we are dealing with a subjet in the process of structuration. The different languages children use are described as well as the different complaints the parents make when seeking professional advice and the ways in which psychoanalytical work with children and their parents can take place. A line is drawn between interpretations and structuring interventions.

RESUMÉ

Au long de cet article on développe les différentes modalités d’intervention du psychanaliyste dans le travail avec des enfants, en partant de la prémisse que l’on opère sur un sujet en structuration. On décrit les différents langages qu’emploient les enfants, et l’on expose les formes diverses que prend la consultation, ainsi que les modes du travail psychanalytique avec les enfants et leurs parents. Une distinction est faite entre interprétations et interventions structurantes.

El psicoanálisis de niños nos convoca a repensar la teoría psicoanalítica en su complejidad. Nuevos interrogantes, nuevos desafíos, nos convocan cotidianamente.

Lugar de controversias, de discusiones apasionadas, de puesta a prueba de todo el andamiaje teórico, podemos decir que el psicoanálisis con niños es un espacio privilegiado para la investigación.

A la vez, los problemas que viene suscitando son muchos y arduos. Uno de ellos es el de las intervenciones del analista, que tienen que ver con la cura y con las metas clínicas.

Considero que la especificidad del psicoanálisis con niños reside en dos factores : 1) la inclusión de los padres en el análisis del niño, lo que plantea la cuestión de las intervenciones con ellos y 2) el que las intervenciones con el niño pueden ser estructurantes, o, mejor dicho, pueden motorizar la estructuración, ser disparadoras de una transformación estructurante.

Es necesario tomar en cuenta la diversidad de conflictivas que se pueden presentar, los diferentes funcionamientos psíquicos, el predominio pulsional, las defensas, el tipo de pensamiento, para pensar las intervenciones sin caer en recetas que no dicen nada.

La herramienta principal que utilizamos es nuestro propio psiquismo, y esto implica que la formación teórica es fundamental, que sin teoría no podemos trabajar, pero que la teoría debe haber sido “digerida”, haber pasado por uno mismo.

“Tiene dificultades en la escuela…”, “Llora por cualquier cosa…”, “Se hace pís …”, “Quizás yo tenga la culpa …”, “Salió al padre …”, “¿Qué le pasa ?…”, “¿Por qué esto a mí? …”, “¿Qué debemos hacer? …”

Y el consultorio se puebla de quejas, de pedidos, de reproches. Va apareciendo desordenadamente una historia y apenas si podemos vislumbrar de quién nos hablan, un alguien que, a veces, ni tiene claramente un nombre (“se llama… pero le decimos… y también …”), ni una fecha de nacimiento (“fue el ocho, no, el dieciocho, pero de otro mes”).

Angustias, sensaciones de desesperanza (“ya probamos todos los métodos, desde castigarlo a mimarlo, y no hay resultados”), temores, exigencias, inundan el consultorio. Como psicoanalistas, estamos convocados desde la primera llamada a escuchar un pedido. ¿A quién llaman, qué esperan?…Odios, amores, traiciones… se presentifican.

-“Decíle que saliste con ese tipo”. -“¿Y cuando dijiste que estabas trabajando y te fuiste con otra?”. -“Pero eso qué importa, si vinimos a hablar de Juan, no de nosotros? El problema es que él no atiende en la escuela”. -“Él no le presta atención al niño y la madre de él ni lo mira.”. -“Vos tampoco estás nunca en casa y tus padres prefieren a los hijos de tu hermana.”.

Y me veo zambullida en un vértigo de acusaciones, preguntas, hipótesis, peleas pasadas y presentes.

Múltiples historias…. de ellos, del niño, de las generaciones precedentes…

Y uno puede intentar forzar un orden. Pedir datos, responder preguntas y tranquilizarlos y tranquilizarse con un “este niño está enfermo, necesita tratamiento, tantas dosis de sesiones, un cambio de colegio, que no se le dé de comer en la boca o que se lo saque de la habitación de los padres”.

Pero es claro que la teoría psicoanalítica nos enseña otras cosas. Por ejemplo, que no es una modificación conductual impuesta por otro la que puede generar cambios en la estructura psíquica. Que no será a partir de una indicación o de un consejo que alguien pueda hacer consciente sus deseos, que la sexualidad insiste en la búsqueda del placer y que no hay sentido común ni recomendación capaz de eliminarla.

Y es que también aquí se trata de la sexualidad, de los deseos, de las prohibiciones. Lo que insiste en el juego de repeticiones es lo que vamos descifrando en el niño y en sus padres.

Pero además, ¿quién detenta el saber sobre lo que se debe hacer con un niño? ¿Quién puede ubicarse como juez de amores y odios? ¿Quién podría enseñar cómo ser madre o padre?.

Intentaré fundamentar lo que pienso que es operar psicoanalíticamente con aquellos que consultan por un niño, y con el niño mismo, entendiendo que el análisis no es una empresa moralizante, ni un desempeño autoritario para satisfacer demandas manifiestas. La propuesta es operar teniendo en cuenta la complejidad psíquica, tanto en niños como en adultos.

Ubicarse como psicoanalista con los padres implica escuchar todo su discurso sin establecer privilegios a priori, intentar el rastreo en su historia infantil, dirigirse a ellos, no para dar información acerca de lo que supuestamente le ocurre a un tercero, sino remitiéndolos a sus propias vivencias, sentimientos e ideas.

Así, aparece una queja: “N. está insoportable”, y podemos preguntarnos: ¿Para quién?, ¿qué es lo que le resulta insoportable al que habla?, ¿qué experiencias puede relatar?, ¿cómo se fue construyendo en su historia el ser insoportable?

Y no hay clichés posibles. Cada caso nos sorprende por la manera particular en que se entraman deseos, fantasías, normas e ideales y el modo en que esto a su vez se expresa en un trastorno o un síntoma.

Al recobrar la infancia, las viejas y eternas pasiones, todo aquello que un niño reactualiza en un adulto va siendo traducido a palabras y reconocido como propio.

Sólo la sobreinvestidura de las representaciones que determinan la conducta manifiesta de los padres podrá abrir, a través de la reorganización del campo representacional, posibilidades creativas en la relación con el hijo.

El dejar abiertas preguntas e inquietudes posibilitará un camino reflexivo que una rápida respuesta, inevitablemente sustentada en la ideología de una determinada cultura, obturaría.

Consultar por un hijo implica generalmente una herida narcisista. Herida que genera dolor. Aquel en que se depositaron los sueños, en el que se centraron las expectativas, ¿tiene dificultades? y, además, ellos, los padres ¿no son suficientes para resolver sus problemas? Un sinfín de ilusiones se derrumban. Ilusión del hijo perfecto, producto de padres ideales. Ilusión de que el modelo de niño se personifique y que colme y calme toda angustia. Y, a veces, la angustia es insoportable. Se niegan a tener entrevistas, no quieren hablar…

También están aquellos padres que tienden a sostener la desmentida. En lugar del dolor aparece entonces la negación de toda dificultad. “Venimos porque nos mandan”, dirán. “En casa está todo bien, es perfecto. Pero la maestra dice que tiene que tratarse.” Son otros adultos los que han dictaminado en estos casos que el niño tiene problemas y que requiere ayuda. Y la aceptación de este dictamen se torna insoportable.

Desde los padres que afirman “es un sol, pero sufre” hasta aquellos que insisten: “es insoportable, es terrible, no hay nada que haga bien”, todas las gamas y posibilidades se despliegan en la consulta.

A lo largo de las primeras entrevistas, la historia de cada uno de los padres y su historia como pareja se presentifican en el relato que hacen de las dificultades del niño.

Si pensamos estas entrevistas como anamnesis, lugar para recabar datos, o situación en que se establece una “alianza”, estaremos operando con una teoría de la historia como acumulativa, con una idea de la constitución psíquica que nos lleva a buscar “hechos” traumáticos. Estaremos suponiendo que hay un registro “objetivo” de sucesos y por consiguiente, que los padres funcionan a pura conciencia.

Pero si pensamos que la historia es una construcción retrospectiva de los acontecimientos pasados ; que el psiquismo se va estructurando signado por vivencias que dejan huellas que se enlazan y reorganizan , que hay otros que erotizan, dan una imagen de sí, son modelos de identificación e imponen normas e ideales ; que cuando madre y padre hablan, Ello, Yo y Superyó están en juego ; que aquéllos que preguntan, piden, se quejan, están a su vez marcados en una cadena de repeticiones, tendremos que pensar que los padres también son consultantes y tendremos que escucharlos psicoanalíticamente.

Fantasías, deseos (inconscientes y preconscientes), temores, identificaciones y repeticiones van desplegándose en tanto son escuchados como consultantes. La remisión a esa historia, la descripción de situaciones concretas vividas con el niño y la verbalización de fantasías (en especial acerca de lo que es para ellos ser madre o padre), produce transformaciones en el modo en que el niño es investido e identificado por los otros.

En el pedido de que un niño sea curado está generalmente implícito un modelo adaptativo que se intenta imponer. Sólo podremos escuchar, y señalar las identificaciones que están operando, ya que aceptar el pedido nos colocaría en una posición imposible. Quisiera recordar lo dicho por Freud, en relación al análisis de adultos: “Sin duda, el médico analista es capaz de mucho, pero no puede determinar con exactitud lo que ha de conseguir. El introduce un proceso, a saber, la resolución de las represiones existentes; puede supervisarlo, promoverlo, quitarle obstáculos del camino, y también por cierto viciarlo en buena medida. Pero, en líneas generales, ese proceso, una vez iniciado, sigue su propio camino y no admite que se le prescriban ni su dirección ni la secuencia de los puntos que acometerá.” (Freud, 1913, pág 132).

Las transformaciones, entonces, supondrán poner en movimiento un proceso que reestructure lo coagulado, pero no podremos poner “objetivos” marcados por la cultura. En todo caso, nuestra meta será la liberación de potencialidades creativas en el niño y en los padres.

Si lo que hacemos es desandar caminos para ir haciendo conscientes los deseos, prohibiciones e ideales, hemos renunciado entonces a ese lugar de padres omnipotentes, jueces o magos que conocen el misterio del “niño perfecto”.

El lugar dado al analista del niño por parte de los padres posibilita pensar el lugar que se le ha otorgado al niño y el espacio psíquico que él ocupa.

Hay veces que lo que predomina en ellos es la desmentida de la diferencia, de la existencia singular de ese niño, en tanto pérdida del niño maravilloso que nunca fue.

Una cuestión que me interesaría remarcar es que a lo largo de estos años, me he encontrado muchas veces con un estilo de padres que parecían inabordables, cuya presentación era : “yo ya sé que estoy mal, pero no quiero meterme en eso.” O : “Yo ya hice varios intentos de terapia, pero ninguno resultó.” Con lo que me encontré, en estos casos, fue, invariablemente, con un nene o una nena desesperados, que suponían que nadie los escucharía, que se los juzgaría y que reclamaban desde un cuerpo de adulto un espacio psíquico, un lugar en el mundo de un otro.

Mujeres y hombres que se derrumban al primer embate y a los que el analista del hijo puede brindarles un espacio de contención que les posibilite reconocerse como padres, con sus dudas y contradicciones.

Hay padres que no pueden hacerse cargo de la maternidad o la paternidad si un otro no los habilita a ello. O que suponen que cualquier acercamiento es un acercamiento incestuoso.

La asunción de la maternidad y de la paternidad no son fáciles. Es siempre un lugar conflictivo, en el que se juegan deseos contradictorios, viejas identificaciones, antiguos modelos.

Green, en De Locuras Privadas, afirma, refiriéndose a la clínica psicoanalítica con pacientes que presentan estados fronterizos, :“Lo que se demanda del analista es algo más que sus capacidades afectivas y su empatía ; es, de hecho, su funcionamiento mental, porque las formaciones de sentido han sido puestas fuera de circuito en el paciente.” (Green, 1990, pág 59). Esto se debe tener en cuenta en el trabajo con los padres porque, más allá del diagnóstico, es muy frecuente que las transferencias que se ponen en juego sean masivas y confusas.

Que los padres incidan en el niño y que las vivencias ocupen un lugar fundamental, no implica pensar que es lo externo lo que determina el funcionamiento psíquico. En principio, es un interno-externo indiferenciado, pero en el que no podemos eludir el poder creativo de la psiquis.

Cuando trabajamos con los padres, hablamos fundamentalmente de ellos y las referencias que hacemos al hijo son en función de conflictos de ellos que se entraman con los del niño.

Y cuando trabajamos con el niño tendremos en cuenta qué es lo que hace el niño con su percepción de la realidad psíquica materno-paterna y con los juicios derivados de ella.

Qué escucha él de los padres, cómo los ve?. ¿Qué es lo que él hace con esa realidad?.

 

Muchas veces el niño desestima o desmiente algo de lo percibido o pensado y eso retorna de diferentes modos. Resumiendo, a través del tratamiento de los padres se posibilitan ciertos caminos: desprendimiento de fijaciones pulsionales, apertura del narcisismo (en tanto se modifique la estructura narcisista de los padres), inhibición de la repetición compulsiva (en tanto aquellos puedan ligar, resignificando, el accionar del hijo), entre otros, sin poder prever los avatares posteriores.

Con los niños, operamos sobre los tiempos mismos de la constitución psíquica. Es diferente pensar la estructura como dada a pensar que el niño nace en una estructura, que el lenguaje lo antecede, pero que él mismo se va a ir constituyendo en una historia y que el lenguaje opera como reorganizante a posteriori, fundando el preconciente.

Si como analistas debemos mantener la atención flotante, con los niños, con quienes esto se hace bastante difícil, podemos hablar, como hacía Rodrigué, de una disponibilidad a jugar. O, mejor aún, de una disponibilidad a registrar las propias pasiones, afectos, recuerdos, de mirar y escuchar sin quedar atrapados en el pedido de los padres ni en objetivos pedagógicos. Y así podremos organizar el material de acuerdo a la secuencia, a las reiteraciones y a la historia. ¿Qué se repite, cuándo interrumpe el juego ese niño, cómo se ha armado esa historia?

Armar una trama es diferente a develar una historia. Armar una trama implica, muchas veces, develar muchas historias para poder construir una diferente.

Ser el disparador de un armado: de la represión primaria y de la diferenciación intersistémica, del registro y la expresión de afectos, de la ligazón como freno a la pura descarga pulsional, estableciendo redes de pensamiento, de la puesta en juego de filtros para el exceso pulsional (de sí mismo y de los otros) es una meta diferente a: que donde era Ello advenga el Yo.

Función estructurante del analista, que implica ligar (a través de la contención, de los imperativos categóricos, del funcionamiento en espejo, del poner en palabras, etc.) aquello que ha dejado huellas que incitan a la repetición del movimiento desinscriptor.

En el Hombre de los Lobos, Freud dice: “En la psicología del adulto hemos logrado separar con éxito los procesos anímicos en conscientes e inconscientes y describir ambos con palabras claras. En el niño, esa diferenciación nos deja casi por completo en la estacada. A menudo uno se encuentra perplejo para señalar lo que debiera designarse como consciente o como inconsciente. Procesos que han pasado a ser los dominantes, y que de acuerdo con su posterior comportamiento tienen que ser equiparados a los concientes, nunca lo han sido en el niño. Es fácil comprender la razón: lo conciente no ha adquirido todavía en el niño todos sus caracteres, aún se encuentra en proceso de desarrollo y no posee la capacidad de trasponerse en representaciones lingüísticas.” (Freud, 1918, pág 95, 96)

Descifrar palabras, acciones, juegos, dibujos, pero también silencios y gestos supone conocer la estructura psíquica que determina esa producción y que, como vimos antes, seguramente excede al niño mismo. También aquí operamos con representaciones, pero éstas tienen características diferentes a las del adulto, por ejemplo, por el predominio de los componentes visuales y cinéticos.

El frente a frente, casi un cuerpo a cuerpo, plantea cuestiones a ser pensadas. Gestos, pequeños movimientos, estados de ánimo, se exponen frente a la mirada del niño que es mirado.

Deseos, defensas, identificaciones pueden expresarse de diferentes modos.

En relación a la palabra, es necesario reflexionar sobre los diferentes lenguajes en los que está inmerso un niño (el lenguaje familiar, íntimo, que puede ser más o menos diferente al social, al de la cultura). El niño retrabaja el lenguaje de la cultura más el de la familia a partir de su propia erogeneidad y de sus defensas, realizando transacciones, lo que se debe tener en cuenta para la interpretación y para el valor que se le otorga a las palabras. El niño se puede apropiar del lenguaje, hacerlo suyo desde sus propios deseos, o no.

Y está el juego… Pero hay niños que no juegan, ni dibujan, ni hablan. Es como encontrar algo de la insistencia de la muerte allí donde uno esperaría encontrar sólo vida. Pero esto mismo lleva a una fuerte tentación de irse. Si él no se conecta, si él no establece ningún vínculo, el analista piensa en otra cosa, mira para otro lado, deja pasar el tiempo. Este es el mayor riesgo que se plantea con este tipo de pacientes. Por esto mismo, para estar, hay que proponérselo, intentar sostener el vínculo desde uno, acercarse… es un trabajo de “despertar” a un otro que permanece en una especie de estado de somnolencia. A la vez, ese sacudir a un niño para que despierte, nos enfrenta con una suerte de actitud violatoria, intrusiva, y nos hace asomar a un abismo. Y digo abismo porque cuando logramos despertarlo, no aparecen los cuentos de hadas ni las historias heroicas sino que lo que estos niños nos muestran son fragmentos detrás de las murallas. Atravesamos la barrera (que no es represión sino más bien un movimiento de rechazo de todo lo que no pueda ser englobado en el sí mismo precariamente armado) y nos encontramos con islas representacionales. Y a la vez, debemos tener en cuenta que un despertar brusco puede ser desorganizante. El despertar al otro es aquí una intervención estructurante en tanto tome en cuenta los tiempos y los ritmos del niño.

También están los niños que permanecen en medio de una constelación sensorial, magma indiferenciado que los deja confundidos con el medio. Parecen navegar entre sensaciones confusas. Se conectan pero sin poder diferenciar ni diferenciarse. Allí el analista deberá ir estableciendo diferencias y sosteniéndolas. Es común que estos niños muestren una sonrisa vacía o se mimeticen con el analista. A veces, acercarse de un modo conectado y marcar diferencias comienza con un trabajo de ritmos (chicos que hacen sonidos y que sólo responden cuando se les repite el sonido que fueron haciendo). Tiempo de construcción autoerótica, de armado de placeres…

Muy distinto a los niños en los que predomina la desmentida, con los que tendremos que ver qué es lo intolerable y cómo retorna lo desmentido. Son los niños en los que una intervención de contenidos sin haber trabajado previamente la desmentida, desencadena un ataque de odio.

O aquellos otros que tienden a hacer activo lo vivido pasivamente y a hacerle sufrir al analista sus propios avatares. En estos casos, es fundamental jugar la situación para posicionarse en el lugar que ocupa el niño, y desde allí intervenir nombrando los afectos que el propio niño no puede decir, para, en un segundo momento, salirse del juego e interpretar la incidencia de esa situación en el niño mismo.

Las intervenciones del analista con el niño podrán abarcar un amplio repertorio de intervenciones no-verbales: acciones, operaciones lúdicas (participación en el juego e interpretación a través del mismo), apelando al dibujo o al modelado, así como intervenciones verbales (señalamientos, verbalizaciones, interpretaciones y construcciones), teniendo en cuenta el tono de voz, la modulación, etc.

Desde ir cambiando de a poco un juego repetitivo, seguir un ritmo y armar un diálogo con sonidos, nombrar afectos, nombrar partes del cuerpo, delimitar espacios, diferenciar el cuerpo propio del cuerpo del niño, posibilitar el despliegue lúdico, hasta instaurar imperativos categóricos,… todas estas son intervenciones posibles.

En relación a la interpretación, es interesante la posición que toma Bion: hacer el “vacío” en nosotros y asumir una función “continente” de transformación interna de lo que el otro le aporta al analista. Es decir, tomar en cuenta las sensaciones, sentimientos y asociaciones del analista. (Bion, 1991)

Siguiendo esta línea, André Missenard e Ivonne Gutiérrez, hablan de “trabajar/elaborar lo que el paciente nos da para vivir, sufrir, experimentar; y esta elaboración no necesariamente tiene que ser objeto de interpretación, al menos durante un tiempo”. (Missenard y otros, 1991, pág 101)

Se puede pensar en intervenciones como las interpretaciones y en intervenciones estructurantes. Estas últimas tienen que ver con posibilitar un armado, son intervenciones que tienden a generar una posibilidad, abrir un espacio. El psicoanalista opera de catalizador.

Tustin habla de empatía con sus aflicciones (hacer contacto), y subraya la importancia del tono de voz, la firmeza, las intervenciones activas, directivas. (Tustin, 1989, 1992)

Retomando, hablamos hasta ahora de varios tipos de intervenciones. En primer lugar, están las intervenciones verbales, que tienen mucha importancia con estos pacientes en tanto sean coherentes con los gestos, actitudes y acciones.

En segundo lugar, la contención, el “sostén” que plantea Winnicott, que implica posibilitarle al otro un despliegue pulsional sin desorganizarse. El analista debe funcionar como aquel que pueda recibir y devolver en forma modificada el estallido del otro (al modo de la función alfa de Bion). (Winnicott, 1992)

En tercer lugar, y ligado a esto, la ligazón con los afectos: el nombrar los afectos, el devolverle una imagen de sí que lo conecte con lo que le pasa, es fundamental con estos niños, implica ubicarlos como seres vivos, que sienten y ayudarlos a conectarse con esos afectos; presupone pasar del afecto al sentimiento, a través de la identificación.

En cuarto lugar, el armado de una trama que permitirá luego la construcción de una historia. Una trama que funcione como un sostén interno que permita no sólo la diferenciación intersistémica sino una base para poder enfrentar los avatares de la vida.

Las marcas que deja en el psiquismo tanto la sexualidad como el rechazo maternos, serán religadas, reorganizadas, entrarán en nuevas conexiones, o pasarán a formar por vez primera una trama a partir del decurso del análisis. Y es que sólo se pueden encontrar las vías de ligazón de lo traumático a partir de las posibilidades ligadoras que da un semejante privilegiado, alguien que pueda ir otorgando un otro sentido, que pueda ir poniendo eslabones mediatizadores (ternura, palabras, etc.) al devenir mortífero. Es necesario el encuentro con otro que pueda sumergirse en los abismos de las pasiones, del dolor, de las angustias, para que la elaboración tenga lugar.

Palabra, juego, dibujo,… serán modos diferentes de articular, de dejar traslucir, aquello que insiste… ¿desde la marca, como insistencia pulsional? ¿o desde el agujero, un vacío que reclama ser zurcido?. A partir de las señales sensoriales se irá tejiendo una trama, ligando lo que nunca tuvo palabras.

Armado de una trama, de una red representacional que opere como sostén, como garantía frente a la irrupción pulsional, frente a la insistencia de lo no-representado… ¿será el fin del análisis o tan sólo su comienzo? Fin de un análisis… posibilidad de otro… Un recorrido estructurante posibilita un espacio en el que “hacer consciente lo inconsciente” tendrá lugar.

En quinto lugar (y no es un orden jerárquico), podemos hablar de construcciones.

Muchas veces, es desde el trabajo psicoanalítico con los padres que esto se va posibilitando, en tanto se develan historias que, en su silencio, obturan conexiones en el niño mismo.

Construcción de la historia que permite ubicar al pequeño paciente en un antes y un después, diferenciar un pasado y un futuro. Armado de un mito que sostenga y dé cuenta de los avatares posteriores.

Con diferentes intervenciones, a lo que tenderemos es a que se pase del devenir expulsor al entramado de Eros, del cortocicuito ciego, la tendencia al cero, a la mayor complejización posible.

A este tipo de intervenciones, yo las llamo intervenciones estructurantes. Así, cualificar la excitación, nombrar afectos, ser disparador del armado fantasmático, son tareas del analista que trabaja en momentos privilegiados de la estructuración. Es en este sentido que podemos decir que operamos sobre “lo constitucional”, sobre lo que será “prehistoria”.

Simbolizar, traducir, resignificar, abrir nuevos recorridos en una complejización creciente, conectar, arborizar, es tarea de Eros.

Lo fundamental es no silenciar al niño ni silenciarse uno mismo. Si el niño es aplacado, no podrá ser y si el analista no puede pensar (si funciona “con censura previa”) no analizará.

Interpretaciones, construcciones, señalamientos… Palabras, gestos, movimientos del analista irán produciendo desfijaciones, desidentificaciones, posibilitando el entramado de redes, mediatizaciones, la instauración del principio de placer, la ligazón de lo traumático. Tanto a través del trabajo con los padres, o con uno de ellos, como con el niño de lo que se trata es de ir deconstruyendo-construyendo, modos de funcionamiento en los que predomina el sufrimiento por otros más creativos y placenteros.

Un psicoanalista de niños debe escuchar, mirar, jugar, hacer…y posibilitarle al niño un espacio verbal, lúdico y gráfico. Así, realizar aquellas acciones que espejen o contengan el accionar del niño, poner en palabras lo que se hace, “meterse” en el juego y representar papeles, investigar y preguntar acerca de un dibujo, pidiendo asociaciones, son sólo algunas de las intervenciones posibles.

Una palabra, un gesto, una acción del analista, pueden tener un efecto privilegiado operando como disparadores, articuladores, como apertura a lo innombrable, posibilitando el armado de una historia. Quizás una de las cuestiones fundamentales es esa: no se trata muchas veces de develar una historia (aunque puede tratarse de ello) sino de posibilitar que se arme una, que se despliegue una trama, un sostén interno que permita la constitución de las instancias como diferenciadas.

Bion dice que el analista “debe ser capaz de construir una historia, pero no sólo eso: debe construir un idioma que él pueda hablar y el paciente entender”. (Bion, 1991, pág 31)

Entonces, si la cura presupone el hacerse cargo de las propias pasiones, en los niños también implicará la constitución de un espacio en el que la pasión pueda advenir, pueda tener lugar como propia, que no queden exclusivamente inundados por pasiones ajenas que desatan en ellos sensaciones incontrolables.

Que pueda ubicarse como sujeto, que soporte embates al narcisismo, que pueda apelar a diferentes modalidades defensivas según las circunstancias y, fundamentalmente, que la compulsión a la repetición ceda dejando lugar a la creación.

Es nuestra tarea hacer consciente lo inconsciente (un preconsciente que puede ser cinético o visual), pero también, en muchos casos, posibilitar la estructuración del pensamiento secundario, la diferenciación yo-otro, la relibidinización de la imagen corporal o la construcción de la misma, la narcisización y/o la consolidación de la represión primaria.

Diferentes tipos de representaciones inconscientes y de ligazón entre ellas, diferentes tipos de representaciones preconscientes nos exigen afinar nuestros instrumentos para intervenir produciendo modificaciones.

Entonces, curar no es hacer que el otro responda al modelo propio, tampoco al de los padres, ni al de los maestros, ni implica obturar o tapar conflictos. Por el contrario, implica que cada uno arme “su” propio camino. Y esto no implica un invento novedoso sino el desarrollo de las máximas posibilidades traductoras, ligadoras, mediatizadoras, para la asunción de sus propias determinaciones.

Por consiguiente curar, a veces, será construir, estructurar, instaurar diferencias, transformar en recuerdo, “ligar” lo innombrable (aquello que, como marca dolorosa, retorna sin traducción).

Esto implicará tomar caminos imprevistos, que pongan en movimiento un proceso que reestructure lo coagulado.

Bibliografía

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